lunes, 14 de julio de 2014

De Ezeiza a Barajas.

Luego del aguante familiar en el aeropuerto de Ezeiza, me encaminé a realizar el embarque...


El ágape aeroportuario, previo al vuelo, con la familia.


... "Iberia anuncia que el vuelo 6844, con destino a Madrid, saldrá con demora".

Así pues, al terminar de hacer el papelerío correspondiente, me dispuse a esperar algunos minutos más en la sala de embarque. Finalmente -y ya con anhelos de ascender de una buena vez-, se abrieron las puertas del sector dos, y una oleada de españoles, británicos, brasileros, alemanes -estos últimos lucían la camiseta de su selección, motivo que me ofuscó automáticamente- y algunos pocos argentinos enfilamos hacia el Airbus 360 que se mostraba imponente desde las ventanas del túnel de abordo. 

Asiento 47 L, ventanilla, nada mal para un primer viaje tan extenso como el presente. La señora a mi izquierda me preguntó si quería cambiar el asiento (no sé por qué motivo), a lo que amablemente le respondí: no. 

El avión carretea, toma distancia y así da inicio el despegue. A través de la ventanilla veo el ala derecha con sus respectivos flaps que oscilan de arriba a abajo. Estamos en el aire, son casi las 23hs (de Buenos Aires), y la ciudad se ve desde arriba como una maqueta cargada de pequeñas luces que titilan. Las turbinas resuenan fuerte dentro del avión, tapando la música funcional que intenta amenizar el ascenso. Falso intento ya que poco a poco el ala y las casas iluminadas abajo se tiñen de una niebla espesa. El Airbus comienza a sacudirse intensamente. Los pasajeros movemos las cabezas de derecha a izquierda, como si se tratara de una coreografía mal ensayada. Un pozo de aire y ¡epa! como se mueve el gigante de acero. La música funcional se interrumpe y el capitán González Martínez nos trasmite un mensaje, a esas alturas un poquitín obvio: Señores pasajeros estamos pasando por una zona de tormenta, y es por eso que hay turbulencia. Por favor no se desabrochen los cinturones y disfruten del viaje.  

Como aún no podía disfrutar del todo, mi mirada iba del espectáculo blanquesino que ofrecía la ventanilla, a los monitores del avión que mostraban el mapa de ruta, la altitud, la velocidad y el tiempo restante a destino. Las turbulencias enemigas del disfrute fueron desapareciendo a los veinte minutos del despegue. 

González Martínez y sus mensajes monocordes surgen una vez más por los altoparlantes: hemos pasado la zona de turbulencias, ya pueden desabrocharse los cinturones. Cuando volví la vista al monitor el mapa mostraba que volábamos cielo uruguayo. Debajo nuestro: Montevideo, y el Airbus, un poco más descansado, se enfilaba hacia los aires de Brasil y luego a cruzar el atlántico.  

La tripulación se pone manos a la obra, se anuncia la cena para que en pocos minutos los carritos comenzaran a ocupar sendos pasillos. Permiso, dice un barbudo, voy al baño. La aeromoza no sabe como correrse del medio, mientras que el hombre de abundante pelo en el rostro parece estar urgido por llegar al tocador frío y metálico, quizá como consecuencia de los sustos del despegue. 

¿Pollo a la carbonara o espagueti a la boloñesa?, pregunta una amable aeromoza en tono madrileño. Le respondo: Sprite. Me entrega una lata helada, mientras que mi compañera de asiento pide dos botellitas de vino tinto y se aventura con el pollo. Se me formuló en pensamientos una pregunta existencial, ¿cómo se puede cenar luego de semejantes movimientos de despegue? Observé la bandeja de la señora cincuentona sentada a mi lado e imaginé que el pollo bailaba una rumba. Ella imperturbable atacaba la primera de las botellitas del tinto que olía a alcohol etílico. 

Terminó la cena, pero las luces no se apagan, ¡quiero dormir un rato!, pero llega el café, el té, la fruta, el postre y que se yo cuanto desfiladero de amabilidad y productos (los que quieran comer mucho durante un vuelo, desde ya que les recomiendo Iberia). El interior del avión huele a fonda de trasnoche.

Último desfile, reparten mantas y auriculares. Conecto estos últimos al dispositivo de audio y busco algún canal de música relajante. Encuentro a Chopin y sus nocturnos, bien, eso ayuda -pensé- hasta que de repente los arpegios en si menor se interrumpen y en los auriculares resuena lo siguiente: Buenas noches, les habla el capitán González Martínez, espero que hayan disfrutado la cena. Anuncio que a continuación pasará nuestra tripulación para ofrecer una venta de perfumes. Gracias y que disfruten del vuelo.

Era realmente difícil dormir en el vuelo 6844, primera certeza del viaje. 

Pero arribando a las dos de la mañana, aún hora de Buenos Aires, las luces se apagan, aunque en los monitores comienza un maratón de películas, que uno puede seguir en audio a través de los auriculares -canal 2 en español, canal 4 en inglés-. Adiós auriculares y bienvenido sea el dormir. 

El descanso sólo se vio interrumpido promediando las 6 de la mañana, cuando el avión retomó sus aventuras atravesando pozos de aire. Abrí los ojos, ocurre lo siguiente: las luces se encienden, mi compañera de asiento se apura a desenroscar la tapa del segundo tinto, la señal de abrocharse los cinturones se ilumina, un alemán con la camiseta de Toni Kroos sale del baño y se apura a llegar a su asiento -insulto muy por dentro al alemán y pienso en el gol que se comió el Pipa-, retomamos el traqueteo, movimiento de cabezas y agradezco la elección de no haber cenado. Quince minutos de tole tole. Todo vuelve a su normalidad, se apagan las luces.

Pasan las horas, pasan tres películas por los monitores, vuelven a pasar las horas que se pasan del sueño al despertar. Mi ventanilla permanece cerrada hasta que noto que unos rayitos de luz ingresan por los laterales. 
Abro...


   
Comienzan a servir el desayuno, el cual acepto. Todo está en calma, faltan dos horas para arribar al aeropuerto de Barajas. Madrid se ve pequeño a través de la ventanilla, luego más grande. Llega el momento, el capitán se esmera en un aterrizaje que parece acorde a los movimientos espasmódicos acontecidos durante gran parte del viaje, me gana un nerviosismo tímido pero presente, no dejo de mirar por la ventana. El Airbus desciende decidido, los monitores muestran el aeropuerto visto desde la nariz del avión, las sonidos atronadores de las turbinas rebotan en las cercanías del suelo, descendemos, descendemos, descendemos... tocamos tierra y... ¡bien González Martínez viejo y peludo nomás!



Llegué a Madrid a las 15.15hs (hora local).