Tal si fuera un infinito pasillo, el aeropuerto de Barajas te conduce a través de una serie de túneles, cintas transportadoras, galerías vidriadas, ascensores y trenes electrónicos que mágicamente te deposita frente al desfile de equipajes, que uno no tarda en reconocer y tomar de la calesita mecánica.
Para evitar más demoras, decidí abordar un taxi en la puerta del aeropuerto. El taxista, Raúl, tan amable como silencioso, condujo su Toyota blanco con bandas rojas unos diez kilómetros, dejándome en la puerta del Hostal el Brezo, calle de la Princesa 45, justo frente al Corte Inglés de Arguelles.
La puerta de entrada denota la antigüedad del edificio. Un ascensor instalado un siglo después de la construcción de la casona de nueve pisos, hace que la subida con las valijas no sea un dolor de cabezas.
Dentro: la amabilidad y el fervor del recepcionista, que por alguna jugarreta del destino es tocayo de apellido, José Salinas -me dice- he quedado pasmáo cuando vi tu nombre en la reservación. Aunque aclara que es su segundo apellido, explica que no abundan los Salinas por Madrid. Por Buenos Aires no somos muchos, le digo al gentil administrador que hizo mi ingreso al Hostal y me condujo a la habitación 6, tranquila, equipada con aire acondicionado (vital para sobrevivir a los 38° C. que marcó el termómetro durante la tarde del martes).y una cama re-confortable.
Luego de acomodar mis "petates", sin solución de continuidad fui a por las callecitas de Madrid.
No me achuchó la temperatura, todo lo contrario, me acaloró; sin embargo el recorrido a pie fue ameno, y con botella de agua en mano llegué al Parque del Oeste, un inmenso pulmón verde que inyecta de aire a la ciudad, a unas veinte cuadras del Centro.
No puedo decir que hice mucho más ese día martes. El trajín del vuelo, las pocas horas dormidas y el calor, me recondujeron a una cena liviana y a un descanso profundo para retomar fuerzas...hasta el día siguiente.